MI HERENCIA
-¡Ay mi niña, mi niña...!
Sin saber porqué, cada 11 de agosto, cuando yo corría a buscar los besos y las felicitaciones de mi abuela por mi cumpleaños, su rostro se llenaba de una nostalgia que muchos años después comprendí que era amargura.
En Don Benito, Badajoz, la abuela Amelia, sólo 25 días después del golpe de Estado, perdió a su padre. A veces la historia es caprichosa. A su padre, José, zapatero de profesión, lo asesinaron en la tapia del cementerio el 11 de agosto de 1936. Ese mismo día, 31 años después, nacería yo, su primera nieta.
“Tu bisabuelo era un buen hombre. Tenían fama en toda la comarca sus zapatos, por que él no era un zapatero remendón, era zapatero de los de verdad, de los que te hacía unos zapatos que se ajustaban al pie, como un guante a la mano.
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El abuelo Mariano |
Cuando ella consideró que tenía edad suficiente para comprender aquel asesinato me lo contó:
Cuando estalló el movimiento unos señores del pueblo le ofrecieron trabajo en su finca, en la guerra nadie necesita zapatos. Tu bisabuelo aceptó, tenía 5 bocas que llenar. Por lo que se ve el señorito estaba metido en política y, cuando llegaron al cortijo los falangistas, no hicieron preguntas. Se llevaron también a mi padre.
Mi madre, enterada de lo que acaba de ocurrir me dijo:
-“Amelia, coge una manta, un trozo de pan y un trozo de tocino ¡corre mi niña, corre, corre antes de que se lo lleven¡”
La talega golpeaba mis piernas marcando el ritmo de mis zancadas (¿o eran los latidos de mi corazón anunciando mi orfandad?) , en cualquier caso, mi talega seguía la faldiquera de mi madre que, caprichosa como el destino, era de un riguroso luto negro. Al girar por la calle Santiago, antes de llegar a la plaza mayor, corriendo, tropezando con muchas criaturas que corrían en todas las direcciones, ya los latidos de mi corazón me golpeaban por todo mi cuerpo.
De golpe, sin tiempo para recuperar el aliento perdido corriendo detrás de la faldiquera de mi madre, nos encontramos con un camión. Era igualito al que se usaba en mi tierra para llevar a los cerdos a la matanza. Sin saber porqué, aquella visión me estremeció. En aquella porqueriza rodante, las almas, casi en pena, de aquellos hombres, como si intuyeran su destino, se afanaban en escapar de aquel camión conducido por la muerte.
Mientras sus almas escapaban, las uñas de sus manos se clavaban el los portalones de madera, y sus ojos, rojos por la pena, rojos por los golpes, rojos por el miedo, rojos por la ira... buscan entre los cientos de personas que les rodeábamos otros ojos. Aquellos a los que tenían que decir hasta siempre, os quiero.
Allí estaba José, mi padre. Allí estaba. ¿Que cómo pude verle?, fue fácil. El pánico les dibujó a todos el mismo rostro. Tan sólo tuve que sujetar fuerte mi talega y recorrer con mis ojos el último listón de madera del portalón. Allí me encontré con los suyos y en décimas de segundo me dijo
- Te quiero mi niña, cuida de ellos...
Mi madre jaló de la manta que yo llevaba y se la tiró a su marido. Cuando el humo negro parduzco que dejo la porquera se disipó, ya el pan y el tocino habían sido requisados. Sabedores de que los mujeres llevarían víveres a sus maridos, los militares iban jalando de las talegas de las próximas viudas y huérfanos, como si no fuese poco arrancarles a sus hombres...
-“Tu sabes Amelia que tu padre es muy friolero y de poco comer”
Con esas palabras de consuelo volvimos las dos a la Calle Vistahermosa.
En las escasa ocasiones que he regresado a mi pueblo, siempre que he hecho ese mismo recorrido, mi mente ha reproducido minuto a minuto aquel día. Nunca más vi a mi padre. Desde ese día mi madre iba y venía a la cárcel, intentando sacarlo de allí, intentando remediar una de tantas injusticias de aquella guerra.
La mañana del 11 de agosto, cuando llegó a la cárcel, un vecino que la conocía le dijo:
- Carmen, lo de José no tiene remedio, si quieres verlo vivo ve corriendo al cementerio.
- Pero ¿Cómo voy a ver a mi marido vivo en el cementerio?
- Hazme caso, mujer, sal corriendo y, si Dios quiere, lo verás vivo.
Mi madre corrió hasta el cementerio y, a mitad del camino de cipreses, que da la última sombra a los que somos mortales en todos los cementerios, oyó los disparos.
Él murió asesinado y ella, respiró hasta muchos años después, pero también murió aquel día. Parte de ella se quedó a vivir entre la sombra de los cipreses, buscando la forma de llevarse a su marido de allí. Su corazón se grabó en la tapia de aquel cementerio junto a los disparos, como graban los jóvenes enamorados los suyos en los troncos de los árboles. Recordó toda su vida los pies descalzos de su José. Él que había sido zapatero, pero no de los remendones, sino zapatero, zapatero, tuvo que morir descalzo, no era justo, con lo friolero que era él.
Y como la guerra da y quita sin razones, le quitó a su padre, a la mitad de su madre, aquellos disparos también atravesaron los libros de historia que tanto le gusta a la abuela Amelia, pero le regaló el amor.
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Mis abuelos Mariano y Amelia paseando por Don Benito, Badajoz, cuando se hicieron novios formales |
El destino quiso que mis abuelos se conocieran en la guerra. El abuelo Mariano era de Coria del Río y, con tan sólo 17 años, fue reclutado por Queipo de Llano y destinado al frente de Extremadura.
Una mañana calurosa del mes de julio de 1936 de despertó el niño Mariano con sus calzones y su camisetilla de tirantas y, antes de medio día, se había convertido en un hombre. Tan sólo bastó para ello que lo subieran a un camión y que lo llevaran a un cuartel militar de Sevilla. Marianito, en tan sólo unas horas, se convirtió en el soldado Muñiz. Aquel día no pudo cruzar el río nadando para robar huevos, lo que él no sabía era que nunca más podría hacerlo.
Se enamoró de ella, era y es una belleza. Paseaban juntos dando vuelta a la iglesia de Santiago, en la esquina de la calle Vistahermosa 17, donde estaba la casa de la abuela. Y luego cogidos del brazo, cuando se hicieron novios formales, llegaban hasta la plaza mayor. Ella lo esperó toda la guerra y el posterior servicio militar obligatorio en la playa de la Barrosa de Chiclana, donde aborreció las lentejas porque él prefería que se las comieran los gusanos que las acompañaban. Un día recibió una carta diciéndole:
“ Mi amada Amelia, he de decirte que ya lo tengo todo hablado y, Dios mediante, el próximo 28 de diciembre nos casaremos. Tuyo siempre, Mariano”. Corría el año 1946.
Muerto el dictador, el abuelo Mariano, fundó la Casa del Pueblo en Isla Mayor y el día en que agonizaba me dijo:
-Coge mi cartera, es tuya
Dentro encontré mi herencia. Las cartillas del Partido Socialista Obrero Español, con todos sus sellitos pegados y pagados.
Y nosotros cumplimos con sus deseos, y en el Guadalquivir, a la altura de la barca de Coria del Río, sigue soñando con el pelo rubio de su amada Amelia.
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24 de Abril del 2018

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